Pepe Mujica desterró la pompa de la política

José “Pepe” Mujica no le hallaba mucha utilidad a la residencia presidencial uruguaya de tres pisos, con sus lámparas de araña, su ascensor, su escalera de mármol y sus muebles Luis XV.

“Es una porquería”, me dijo el año pasado. “Sería bueno para hacer un liceo”.

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Así que cuando se convirtió en presidente de su pequeña nación sudamericana en 2010, Mujica decidió que se trasladaría al trabajo desde su casa: una desordenada cabaña de tres habitaciones del tamaño de un estudio, atestada con una estufa de leña, libreros abarrotados y tarros de verduras encurtidas.

Antes de su muerte el martes, Mujica vivió allí durante décadas con su compañera de toda la vida, Lucía Topolansky —quien fue vicepresidenta— y su perra de tres patas, Manuela. Cultivaban crisantemos que vendían en los mercados locales y conducían su Volkswagen Beetle azul celeste de 1987 a sus bares de tango favoritos.

No había ninguna razón, decía, para que un nuevo trabajo exigiera mudarse.

Eso significaba que, después de sentarse codo con codo con Barack Obama en el Despacho Oval o de sermonear a los líderes mundiales sobre los peligros del capitalismo en las Naciones Unidas, Mujica volaba a casa en clase turista, a una vida parecida a la de un granjero pobre.

José Mujica y su compañera de toda la vida, Lucía Topolansky, en su casa el año pasado. Topolansky fue vicepresidenta de Uruguay.Credit…Dado Galdieri para The New York Times

Fue un golpe maestro político. Su presidencia fue, desde muchos indicadores políticos, ordinaria. Pero su estilo de vida austero lo hizo ser venerado por muchos uruguayos por vivir como ellos, a la vez que le daba una plataforma en la prensa internacional para advertir de que la codicia estaba erosionando la sociedad. Él insistía en que era realmente como quería vivir, pero también reconocía que servía para ilustrar que los políticos habían vivido demasiado bien durante mucho tiempo.

Mientras compartían un mate, la bebida herbal que se pasa de una persona a otra mientras se conversa en algunos países de Sudamérica, Mujica le dijo en una entrevista en 2013 a mi predecesor como corresponsal del New York Times en esa región, Simón Romero, que habían hecho todo lo posible para que la presidencia fuera menos venerada.

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El año pasado visité a Mujica en esa misma casa. Estaba envuelto en un abrigo de invierno y un gorro de lana frente a una estufa de leña, frágil y apenas capaz de comer como resultado de la radioterapia para un tumor en el esófago. Pero dando la cara a un periodista que podía divulgar sus ideas al mundo, quizá una de las últimas veces que eso sucedía, acaparó la atención durante casi dos horas, mientras exponía cómo encontrar el propósito y la belleza en la vida y cómo, me dijo espontáneamente, “la humanidad, como va, se está condenando sola”.

También explicó por qué creía que el boato de los cargos electos —los palacios, los sirvientes, los aviones de lujo— eran lo contrario de lo que se suponía que debía ser la democracia.

“Quedan resabios culturales del feudalismo, dentro de la República. La alfombra roja. Los que tocan la corneta, cuando el señor feudal salía del castillo en el puente. Eso queda en la República”, dijo. “Y al presidente le gusta que lo adulen”.

Recordó una visita que hizo a Alemania cuando era presidente. “Me meten en un Mercedes-Benz. La puerta pesaba como 3000 kilos. Me ponen 40 motos atrás y otras 40”, dijo. “Una vergüenza tenía”.

La prensa internacional lo apodó el “presidente más pobre del mundo”, señalando que su patrimonio neto era de 1800 dólares cuando asumió el cargo. Mujica detestaba el apodo y citaba a menudo al filósofo romano Séneca: “No es pobre el hombre que tiene demasiado poco, sino el que ansía más”.

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Sería difícil encontrar un contraste más llamativo con el presidente Donald Trump, que ha hecho de una vida de oropel su identidad. En nuestra entrevista, tres meses antes de las elecciones, Mujica mencionó repetidamente a Trump. “Parece mentira. Un país como Estados Unidos tenga un candidato como Trump”, dijo. “Y la democracia a la altura de un felpudo”.

La casa de tres habitaciones de Mujica. Rechazó el palacio presidencial para vivir aquí.Credit…Dado Galdieri para The New York Times

Mujica entró en la política en la década de 1960 como guerrillero de izquierda que asaltaba bancos. Su grupo, los Tupamaros, se hizo famoso por su violencia. Mujica dijo que intentaban evitar dañar a los civiles, pero añadió que la lucha izquierdista a veces requería la fuerza.

Tras fugarse de prisión en dos ocasiones, estuvo encarcelado durante 14 años bajo la dictadura militar uruguaya, gran parte de ellos en aislamiento. Atrapado en un agujero en el suelo, se hizo amigo de las ratas y de una pequeña rana para sobrevivir psicológicamente.

Fue liberado cuando Uruguay restableció la democracia y con el tiempo fue elegido diputado, puesto en el que llamó la atención por llegar al trabajo en una Vespa. En 2009, los votantes lo eligieron presidente de esta nación de 3,3 millones de habitantes.

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En el gobierno de Mujica, Uruguay despenalizó el aborto, legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo, apostó por las energías renovables y se convirtió en el primer país en legalizar totalmente la marihuana. Sin embargo, muchos de sus objetivos, como la reducción significativa de la desigualdad y la mejora de la educación, fueron víctimas de la realidad política.

Sin embargo, cuando se dio a conocer la noticia de su muerte el martes, la gente de todo el mundo no lo recordaba por sus políticas. Su legado fue su humildad.

A principios de este año, el protegido político de Mujica, un antiguo profesor de historia llamado Yamandú Orsi, asumió el cargo de nuevo presidente de Uruguay. Orsi desplazaba al trabajo desde su casa familiar, y la mansión presidencial de Uruguay ha permanecido casi completamente vacía.

Jack Nicas es el jefe de la corresponsalía en Brasil, con sede en Río de Janeiro, desde donde lidera la cobertura de gran parte de América del Sur.

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